una magia extraña
ha transmutado en saliva
Este blog surge como un foro para compartir lo que escribimos los que formamos parte de la XV generación del Taller de Jose Alfredo Reyes -en el Claustro de Sor Juana, DF- ¡¡Bienvenidos al BLOG DE TODOS!!
Pensé que un viaje al campo nos haría estar mejor. Era sábado por la mañana y tomamos el auto que recién había comprado Rubén. La compra de un convertible cuando aún no teníamos hijos me agredió un poco. Después de cinco años de intentarlo sin ningún resultado un Thunderbird último modelo, convertible y dos puertas en vez de un auto familiar era una señal visible que había perdido la esperanza. Supongo que por eso y por otros motivos las cosas con Rubén no estaban del todo bien. Esta obsesión de ser madre me estaba afectando. Una mujer de mi edad que aún no tiene familia era un síntoma de preocupación. Ya no sólo en las reuniones familiares con mi padre y mis hermanas o en las de mis suegros con mis cuñados, sino incluso mis propias amigas con las que yo no tenía tanto en común como antes y me sentía rara cuando las tenía a mi alrededor. Los doctores no entendían la causa. “Normalmente una mujer de 25 años puede embarazarse fácilmente y sin problema”, decían. No era mi caso.
Decidimos irnos a las ocho de la mañana a Balcarca, un poblado en las montañas a tres horas de la ciudad, donde teníamos una casa de campo que Rubén había heredado de sus abuelos. Era un lugar muy bonito donde habíamos pasado nuestros primeros veranos. La carretera la habían arreglado poco a poco y cada vez estaba mejor y era una buena oportunidad para probar el Auto. Me hacía ilusión pasar el verano y alejarme del calor de la ciudad que estaba por empezar y que a mediados de mes ya sería insoportable. El estar solos también nos haría bien. Rubén ya no me tocaba desde hace meses, así que tal vez esto sería una oportunidad más para la procreación, actividad de la cual habíamos tomado un receso. En la carretera estuvimos en silencio. Sólo se oía el motor del coche nuevo. Yo veía por la ventana el camino, los árboles y como cambiaba el paisaje casi con cada hora recorrida. El bosque se hacía más denso, había más árboles, más sol y menos sol. Cuando llegamos a Mesía ya se había nublado. Veinte minutos después, ya en Balcarca ya había amenaza de lluvia y si eso pasaba nos tendríamos que preparar con cubetas para las goteras de la casa. Descargamos el coche en la casa con la ayuda de Justa y de su hijo que ya nos estaban esperando. Siempre que veníamos Justa se encargaba de hacer un poco de limpieza, de fumigar y de repente me ayudaba un poco en la cocina con el desayuno, especialmente cuando teníamos invitados o venían mis cuñados con nosotros a pasar algún fin de semana durante nuestra estancia. Justa tendría como unos cuarenta años y era un poco gorda, pero ágil, supongo que por la actividad física del campo. Benjamín su hijo ya tendría como diecisiete y vivían en Balcarca, muy cerca del nuestra casa. El tiempo había pasado muy rápido y apenas me había dado cuenta de lo mucho que había crecido. Cuando nos casamos era un niño. Yo lo veía caminar por la casa cuando Justa lo llevaba para cuidarlo. Ahora ya tenía la altura de un hombre adulto, con un cuerpo joven, delgado, pero fuerte. El pelo rubio y pesado con un copete lacio que a veces le caía en la cara y se lo apartaba con un moviendo de cabeza. Tenía los brazos largos y fuertes con la piel bronceada, como la de Justa y una sonrisa hermosa. Imagine como sería si yo tuviera un hijo y como sería a los diecisiete. Yo siempre había querido más un hijo varón que una niña porque me parecía mejor criar un hombre que una mujer y creo que nos entenderíamos mejor. Justa bajó del coche la canasta con el pan, la fruta y la carne y Benjamín las maletas. Comentaban lo bonito que estaba el coche y Rubén sonreía orgulloso. Me voltearon a ver y tuve que sonreír también. Hubiera querido quejarme, pero se habría visto mal que la señora de la casa renegara del señor y sobretodo si se trataba de un Thunderbird 1957. Entré por la cocina y sentí el aire que rondaba. Las casas en las que no vive nadie tienen algo en el ambiente, empezando por el olor a encerrado que ya es bastante característico. Cuando están habitadas, las personas llenan los espacios y las habitaciones tienen diferentes estados de ánimo durante el día, como si tuvieran vida propia. Sentimientos, resentimientos, el peso y la densidad de cada habitación también varía. En la mañana hay un aire, una luz y un olor. A medio día el ritmo es otro y por la tarde se mueren un poco estos espacios. En la noche todo es diferente y es como si ya no fuera la misma casa y es como si te hubieras mudado a otro sitio. Todo este cambio de estados de ánimo es familiar para los habitantes de cada casa y sus dueños reconocen cada cambio como algo normal en los espacios. Esta casa no tenía eso. Conforme pasaban los días, la casa iba adoptando sus propios estados y cada vez se iba transformando hasta sentirla como nuestra.
Rubén fue con Benjamín a la bodega para traer la leña para la estufa. Llegaron y la colocaron debajo de las hornillas. Caminé por la estancia y el comedor, quité las sábanas de los muebles de la sala. A pesar de que Justa había fumigado, salieron muchas hormigas y tuve que sacar las sábanas que tapaban los muebles para sacudirlas. En el la mesa del comedor vi el frutero que nos había regalado Esperanza el día de nuestra boda, una amiga de mi madre. Era un frutero azul, muy grande, antiguo que ella tenía desde que era niña. Desde que nos lo regaló, yo siempre lo llenaba de manzanas que comprábamos en el mercado de Balcarca. Subí por la escalera y oí el crujir de la madera. Arriba entré a nuestra habitación y abrí las ventanas. Miré adentro del closet y no tenía nada, lo cual me recordaba una vez más el vacío en la casa. Junto a nuestra habitación había dos cuartos más. El de visitas y otro era el estudio donde Rubén pintaba. Pude ver el caballete con una tela de tamaño mediano con la cara de un anciano del pueblo que pude reconocer. El hombre se había prestado muy amablemente a posar para Rubén durante muchos días en un café durante el verano pasado. Las vacaciones terminaron y Rubén no concluyó el cuadro. Después nos enteramos que el señor había muerto y esto desmotivó a Rubén para continuar con la pintura. El cuadro a pesar de estar inconcluso era una obra interesante. Tenía una pincelada única y el manejo de la técnica también era propia y muy moderna. Pero no dejaba de tener algo de aficionado. Pensé que si se hubiera dedicado a pintar sería un buen artista o tal vez con un poco de estudio lograría mejorar. Bajé de nuevo y salí con mi canasta para caminar al mercado del pueblo que estaba como a diez minutos de la casa. En el camino al pueblo vi muchas caras conocidas que me saludaban. Yo llevaba un vestido azul con puntos blancos con un cuello de encaje blanco y creo que estaba muy peinada de ciudad. Llevaba un suéter en los hombros y mis zapatos tampoco eran propios para la ocasión ni para el lugar. Que descuido el mío. Recorrí los puestos buscando algunas cosas que había olvidado comprar en la ciudad y también otras que sabía que en Balcarca eran mucho mejor. Vino, queso curado, aceite y las manzanas para el frutero. Compré un poco de paté de pimienta para un entremés. Regresé sintiendo que las manzanas eran lo que más me pesaban. Ya en casa las lavé y las puse en el frutero de Esperanza. Busqué a Rubén por la casa y no lo encontré. Me asomé por la ventana de la cocina y lo vi que estaba afuera. Todo alrededor de la casa era verde y lleno de árboles. No había casas vecinas por lo menos a
- No te muevas
Benjamín no contestó y se mantuvo en su posición. Me quedé mirando la escena con mi frutero. Benjamín estaba un poco encorvado por estar recargado en la mesa, el pelo le caía un poco en la cara y me lanzó una mirada dulce. Yo sonreí. Rubén se volvió hacia a mi de nuevo. Me acerqué a él y le ofrecí una manzana. Se levantó de su banco y me quitó el frutero para acomodarlo en la mesa donde estaba Benjamín para que formara parte de la composición. Se volvió a sentar en el banco y continuó delineando las formas en la tela con su carbón.
Durante todo el verano yo tenía establecida una rutina. El desayuno, leía un rato, hacía la compra, comíamos y después hacía mi caminata que me llevaba un par de horas. Llegaba hasta el lago, luego cruzaba el puente y así seguía para después regresar. Yo continué con mis caminatas diarias durante toda nuestra estancia y Rubén mientras, pintaba fuera de la casa en el mismo espacio verde hasta que las lluvias ya muy próximas limitaran a las mañana las actividades exteriores. La tela avanzaba bien y Benjamín era tan buen modelo. Siempre estaba muy dispuesto y hacía todo lo posible para adoptar la misma posición. Esa tarde me dispuse a tomar mi caminata. Apenas empezaba mi recorrido y me detuve un momento para sentarme a pensar si de verdad algún día sería madre. Si tendría uno o más hijos y que me gustaría regresar embarazada a la ciudad. De pronto sentí las primeras gotas de lluvia en mi sombrero. Me levanté y caminé rápido hacia la casa. Todavía no estaba muy lejos, pero tendría que llegar pronto. Curiosamente las gotas seguían siendo muy espaciadas y casi no me mojaban. Yo caminaba muy rápido por temor a que me quedara en mitad de la tormenta. Seguí caminando rápido, pero ahora ya no llovía y en su lugar un sol radiante. Falsa alarma, pero yo ya estaba en casa. Decidí ya no continuar pues la carrera me había agotado. Entré en la casa y ya no estaba ni el caballete de Rubén ni la mesa, ni el banco, pero pude ver en la barra de la cocina el frutero con las manzanas. Pensé que se habían metido para continuar con el cuadro en el estudio, pero se les había olvidado subirse el frutero. Subí al las recámaras y abrí la puerta del estudio en silencio y con mucho cuidado, para no interrumpir. Iba a decir algo cuando vi que Benjamín volteo bruscamente y su copete lacio se movió. Se hizo el silencio y mis manos perdieron fuerza. El pesado frutero resbaló de mis manos y quedé helada sin poder hablar. Las manzanas rodaron por el piso y algunas cayeron por la escalera hasta el piso de abajo. Oí como fue su trayectoria mientras se golpeaban con cada uno de los escalones y el golpe era seco. Los tres estábamos en silencio. Ellos me miraban y yo a ellos. Primero a uno, después al otro y ellos me seguían viendo, desnudos. Los vi temblar por un momento y vi que Rubén quería decir algo. No pudo emitir sonido. No me quitaban la mirada. Creo que por un momento se nublaba mi visión y creí estar en un sueño. Me parecía de pronto que llevaba horas parada en el marco de la puerta. Me volví y cerré la puerta del estudio. Cuidé en no pisar los pedazos azules de cristal roto del frutero y de no tropezarme con las manzanas que estaban en el piso y en algunos de los escalones. Salí por la cocina dejando la puerta abierta y caminé hacia el campo. Empecé a correr. A lo lejos se oía que alguien me llamaba y gritaba mi nombre: ¡Aliciaaaa!
Temario y mayores informes: de click AQUÍ
Todo es silencio a mi alrededor y lo único que oigo es un pitar que se interrumpe y vuelve, constante, suave y muy cercano. Monótono. Hay poca luz y tengo un tubo en la nariz. No puedo hablar aunque quiero. Junto de mí hay una mujer sentada en silencio leyendo un libro. No me mira y aunque la llamo con la mirada, no me contesta. Junto a ella veo una mesa que tiene una tele y encima hay una canasta con algunas manzanas grandes y muy rojas.
Oigo las voces de los niños de pantalones cortos que juegan en el jardín. Es un día con mucho sol. Veo el papel de color morado que envuelven a las manzanas por la mitad y están puestas en una caja muy bien acomodadas. Todo era muy rústico en el empaque. El papel que usaban para envolverlas era único, o al menos eso me parecía, pues yo nunca había visto ese tipo de papel ni de ese color en otra cosa y para un fin diferente que para envolver las manzanas.
José nos visitaba los sábados en casa de la abuela y llevaba unas cajas con esos papeles morados que contenían las manzanas. Había sido empleado de la abuela y ahora que tenía casi su misma edad, se había retirado. Más bien era un amigo, una gente de confianza y la abuela lo respetaba mucho y parecía que le tenía bastante aprecio. José llevaba estas cajas de vez en cuando y aunque recuerdo que no era muy seguido tampoco me parecía que fuera cada nunca. Pero era como una tradición y el tomar una manzana de la caja era un privilegio para nosotros, pues no todos en la familia tenían acceso a ellas. Llegaba y los nietos que estuviéramos en la casa corríamos a saludarlo porque sabíamos que nos regalaría una de esas maravillosas manzanas. Él, caminando lento, muy sonriente sacaba una manzana para cada uno y nos la daba con su papel morado. No tenían la forma tan perfecta ni tan redonda y aunque el sabor no lo recuerdo, no me parece que fuera algo extraordinario. En realidad eso no importaba tanto. Lo que importaba era que pudiera tener una de esas manzanas que llevaba José, porque eran únicas. Que nos las diera y que no fueran todos mis primos los afortunados en recibir una. ¿Dónde las compraría?
José no viene más. Apenas me di cuenta. Ya no hay manzanas ni cajas, ni papel morado.
¿Y José? Pregunté un día en el coche con mis padres. Los adultos no contestaron. Había un gran silencio incómodo. Yo me quedé mirando sus cabezas, su nuca. ¿Y José, el de las manzanas?, volví a preguntar. No hubo respuesta. Ni un movimiento. Nada. Sólo silencio, un silencio como el que hay ahora en este momento, en esta habitación en donde sólo se oye el pitar constante y monótono y cercano. Ahora nada. Sólo silencio.